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El fabricante de fantasmas es el dramaturgo, pero también el hombre. El hombre que inventa personajes siniestros, de los que caminan por veredas mal iluminadas para ocultar sus deformidades físicas, símbolos grotescos de sus deformidades interiores, y que luego ha de sufrir a esas obras imperfectas de su imaginación recordándole los crímenes que ha cometido y resucitándole las culpas olvidadas con freudiano esfuerzo. En esta pieza fascinante, que junta la realidad cotidiana con la fantasía onírica y carnavalesca, una cosa clara debe quedar al escritor: no es gratuito jugar con los personajes que surgen de la mente de uno, pues es la propia mente la que se encuentra reflejada en esos personajes.
De nuevo la tensión entre realidad y ficción, de nuevo el teatro dentro del teatro, la reflexión literaria. Roberto Arlt escribe teatro para hacer pensar al escritor, al letra herido, al estudioso o el apasionado de la literatura. Y también para dar que pensar al hombre en general, al que lanza preguntas sin esbozar la respuesta u ofrece respuestas para caer en la pregunta. El compromiso de Arlt en su literatura no es social, ni político; tampoco es exactamente moral. Es un compromiso antropológico. Nos sondea certeramente con sus obras y ante eso no cabe hacer ningún reproche.
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